Hermana, si por alguna pintoresca razón psicosomática estás enamorada de un hombre y eres defensora no sólo de la monogamia, sino también de la fidelidad conyugal, lo mejor es que lo sometas cuanto antes a una indolora emasculación (“Qué es la emasculación?”) La emasculación, hermana, es lo mismo que la castración. (“¿Aleluya?”) Sí, hermana, aleluya: emascúlalo vivo. Sin dudarlo. (“Pero ¿Cómo?”) Muy fácil: enrédate con algún veterinario que conozca trescientas o cuatrocientas palabras y que tenga práctica en emasculaciones equinas o gatunas y luego chantajéalo: o emascula a tu hombre o tú vas y le cuentas lo vuestro a su mujer ― y todos sabemos de sobra qué clase de carácter suelen tener las mujeres de los veterinarios, resignadas como están a dormir junto a un individuo que siempre huele a animales imprevisibles. (“¿Aleluya, reverendo?”) Sí, aleluya complet. Cuando tu hombre esté dormido, elaborando pesadillas de estreno gracias a los somníferos que has disuelto en su tónico antigastritis, llama a tu amante veterinario y, en menos de cinco minutos, quedará resuelto tu principal problema: el miedo visceral a que a él le dé por pervertir a adolescentes inexpertas durante el resto de su vida, dejándote en un segundo o tercer plano, o en un plano cero, con tu paga compensatoria y con varios hijos carcomidos por los traumas. Cuando él se despierte y te pregunte, aterrado y confuso, que quién le ha hecho eso, ya sabes cómo tienes que actuar: encogerte de hombros y decirle “No sé, ¿los extraterrestres?”.
Hermana, permíteme que insista: si quieres de verdad a tu hombre y crees de verdad en la fidelidad y en la monogamia, la única solución, por duro que a todos nos resulte reconocerlo, consiste en emascular: el Emasculado Inmaculado. (“¿Y para qué sirve un emasculado?”) Oh, para muchas cosas. Un emasculado es un ser sensible, afectuoso, proclive a fumar en pipa y a la audición de óperas italianas e incluso francesas. Un emasculado es un agradable individuo que lleva pajaritas de hermosos colores y que es capaz de pasarse horas hablando de una misma película. Un emasculado, en fin, es todo lo contrario de esas bestias velludas que pululan por las discotecas soltando latigazos de lujuria radioactiva a poco que el aire huela no ya a bragas negras, sino a incluso un calcetín femenino anatómico con elásticos ajustables.
Aleluya. Si tienes un gato en casa te ves obligada a emascularlo para que no se mee por todas partes durante su época de celo y para que no te cante de madrugada un aria pavorosa de desesperación genital. Si tienes un caballo, te ves obligada a caparlo para templarle el carácter. Si tienes a un hombre en tu cama, te ves obligada a llamar a tu amante veterinario para asegurarte de que a ese hombre que duerme en tu cama no se le va a pasar por la cabeza la idea de dormir en otras muchas camas distintas ―cientos, millones: un infinito horizonte de camas en su enfermiza fantasía. Aleluya.
Ahora bien, hermana, si quieres conservar a tu hombre sin recurrir a la castración, sólo cuentas con una salida de emergencia: reventarlo sexualmente (“¡Oh, no, qué indignante! ¡Qué antialeluya!”) Pues es lo que hay. La única manera de que un tipo le quite importancia al sexo como categoría abstracta no es otra que la de convertirle el sexo en una pesadilla concreta. (“Ale… ¿luya?”) ¿Qué quieres que te diga, hermana? Si pudieras ver la peli que todos los hombres proyectan en sesión continua en su pensamiento, comprenderías que se trata de un plagio más bien burdo de El Hombre Lobo en el hospital de las enfermeras calientes; Si auscultases con un fonendoscopio la cabeza de un tío cualquiera, no oirías ese crujido eléctrico que producen las células al crepitar sobre asuntos elevados, sino el eco de un continuo chundachunda virtual y obsesionante.
Hermana, tú eres la princesa del cuento, pero en ese cuento hay monstruos, y a los monstruos hay que aniquilarlos. Si no tienes ganas de apaciguar por activa al monstruo acordeónico, tócale una serenata galante con su acordeónica trompeta mientras miras en el televisor al rebujo de músculos que anuncia la colonia de la seducción instantánea; si no tienes ganas de tocar la patética trompeta de alma acordeónica, sácale al menos brillo como si fuera un picaporte; si no tienes ganas de abrillantar el instrumento de música submarina, deja casualmente en el cuarto de baño tus revistas de moda y tus catálogos de venta por correo de ropa interior y ya se inventará él alguna cosa. ¡Aleluya! (“¡Oh, no, de ninguna manera aleluya!”) ¿Aleluya no? Pues sin nos cargamos de un plumazo ese aleluya, llegará la hora terrible del Aleluya Apoalíptico: el monstruo de tu cuento de hadas buscará aleluyas por las discotecas o por los bares de alterne, o por los cines porno, o por el Templo de las Cabinas Individuales, y vuestro Aleluya en común se convertirá en un carnaval de máscaras de gesto doloroso.
Hermana, cuando tu patético galán regrese a casa por la noche (después de haberse pasado el día hablando de espejismos con forma de mujer con sus amigos, después de haber sufrido un infarto freudiano cada vez que veía un anuncio gigante de lencería en las angustiosas avenidas modernas), recíbele con un ropa interior que haría sentirse como una degenerada a la mismísima hija de Belcebú, por si acaso se le ha pasado por la cabeza invitar a comer a su nueva secretaria. Haz que se sienta en su propia casa como en un peep-show, en el más arcádico de los peep-shows: sin tener que echar monedas en su solitaria cabina de astronauta del sexo, enfermo de escorbuto. Si te dice que lo acompañes a ver el crepúsculo en la terraza dile que sí, pero que antes vas a prepararle un cóctel, y le echas al cóctel cuatro o cinco pastillas de las que les dan a los toros sementales cuando atraviesan un periodo de melancolía. ¿No os parece estupendo? (Ellas, al compás de la música, preguntan a coro: “¿Estupendo?”, y yo les contestaría “¡No, horrible, pero fatalmente estupendo!”) ¡Aleluya! (“¿Aleluya?”)
Oh, sí, hermana, mátalo de sobredosis de sexo. Dios te apoyará y te dará fuerzas. Quédate incluso viuda: será una buena señal. Señal de que hiciste cuanto estaba en tu mano para amaestrar a ese fantoche que te miraba con desprecio cuando salíais de ver la última película de la guirivalquíria elástica, majestuosa en su baño de espuma. Y cásate de nuevo, o échate un par de novios medio nehardentales, o todo a la vez. Sí, aleluya, todo a la vez. Y somételos al mismo régimen que al difunto. Conviértete en la Peligrosa Viuda de la Lencería Negra, con el bolso lleno de látigos. Ánimo, hermana: la mantis no se equivoca. Pero no descuides nunca al ridículo Psicópata: él no puede vivir un sólo minuto sin pensar en sí mismo y en su misión divina. ¡Aleluya!
Felipe BENÍTEZ REYES: El novio del mundo
lazonafotica.wordpress.com
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