Hace unos años, siendo muy joven, me adentré en solitario en la cueva de Alba, en Benasque, que es una gruta alejada de la civilización y raramente visitada por espeleólogos medio locos, con una simple linterna y una cantimplora, empujado por un irresistible instinto aventurero, una curiosidad infinita y la estulticia típica de la juventud más osada. Ni siquiera tomé la precaución de avisar a nadie de la estupidez que iba a perpetrar, quizá porque no había premeditación alguna en mi decisión: simplemente anduve hasta llegar a la entrada, y decidí entrar.
Lo cierto es que unos años antes, ya había hecho el mismo recorrido, pero esa vez bien acompañado por unos guías competentes y con equipamiento adecuado. Entramos por un hueco y salimos por otro distinto separado, en el frontal de la montaña, en más de 200 metros.
Pero esta vez iba sólo, y eso amplificaba los efectos de la adrenalina y el impulso de adentrarme cada vez más en la oscuridad, se hizo incontrolable. Comencé a andar hacia el abismo, que al principio era ancho y diáfano, pero que al poco comenzó a estrecharse, hasta convertirse un rato después, en un tubo angosto y agobiante por el que había que arrastrarse. Nunca hasta entonces había experimentado la claustrofobia ni sabía bien qué era, pero la conocí ese día y desde entonces, ha estado a mi lado en varias ocasiones.
Tras largo rato deslizándome por el fangoso agujero, desorientado en la más absoluta negrura y sin noción sobre la ubicación de la salida, empecé a asustarme de verdad. Finalmente decidí recular y tratando de mantener la calma, volver a la ya lejanísima entrada de la cueva. Fue entonces cuando me di cuenta de que el largo tiempo transcurrido, estúpidamente empleado en adentrarme más y más en aquella oscura trampa, iba en mi contra hasta poner en riesgo mi vida. Cuando conseguí salir, me juré a mí mismo que nunca más volvería a cometer semejante estupidez.
yucatán
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