miércoles, 7 de julio de 2010

HAY OTROS MUNDOS, PERO ESTÁN EN ÉSTE

Hace unos años, siendo muy joven, me adentré en solitario en la cueva de Alba, en Benasque, que es una gruta alejada de la civilización y raramente visitada por espeleólogos medio locos, con una simple linterna y una cantimplora, empujado por un irresistible instinto aventurero, una curiosidad infinita y la estulticia típica de la juventud más osada. Ni siquiera tomé la precaución de avisar a nadie de la estupidez que iba a perpetrar, quizá porque no había premeditación alguna en mi decisión: simplemente anduve hasta llegar a la entrada, y decidí entrar.

Lo cierto es que unos años antes, ya había hecho el mismo recorrido, pero esa vez bien acompañado por unos guías competentes y con equipamiento adecuado. Entramos por un hueco y salimos por otro distinto separado, en el frontal de la montaña, en más de 200 metros.

Pero esta vez iba sólo, y eso amplificaba los efectos de la adrenalina y el impulso de adentrarme cada vez más en la oscuridad, se hizo incontrolable. Comencé a andar hacia el abismo, que al principio era ancho y diáfano, pero que al poco comenzó a estrecharse, hasta convertirse un rato después, en un tubo angosto y agobiante por el que había que arrastrarse. Nunca hasta entonces había experimentado la claustrofobia ni sabía bien qué era, pero la conocí ese día y desde entonces, ha estado a mi lado en varias ocasiones.

Tras largo rato deslizándome por el fangoso agujero, desorientado en la más absoluta negrura y sin noción sobre la ubicación de la salida, empecé a asustarme de verdad. Finalmente decidí recular y tratando de mantener la calma, volver a la ya lejanísima entrada de la cueva. Fue entonces cuando me di cuenta de que el largo tiempo transcurrido, estúpidamente empleado en adentrarme más y más en aquella oscura trampa, iba en mi contra hasta poner en riesgo mi vida. Cuando conseguí salir, me juré a mí mismo que nunca más volvería a cometer semejante estupidez.

yucatán

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